Felicidad Batista
Hay dos maneras de sentir la música. Una es escucharla y la otra leerla. Las dos, incluso, pueden suceder a la vez. Y en esa magia que la realidad y la ficción tienen en común, música y literatura pueden confluir al unísono sin importar el tiempo ni el espacio.
Llegué al barroco de Alejo Carpentier cuando en la adolescencia irrumpió todo aquel convoy de autores de América Latina. Diversos en nacionalidades, estilos, orígenes, visiones y cosmovisiones que no dudé en seguir con la pasión de una exploradora literaria. Como amante declarada de Handel y Bach, el tercer compositor que me elevó a ese paraíso de sinfonías, suite, piezas y arias, fue el escritor cubano Alejo Carpentier (1904-1980).
El Concierto barroco que descubrí era un libro de pequeñas dimensiones y una sugerente cubierta. Un gondolero impulsa su nave. La góndola, en lo alto de una partitura, surca los canales de un pentagrama. Lo abrí como quien se sienta en una butaca de una sala de conciertos, aunque el sol era mi lámpara y mi asiento un bloque de cemento en la azotea de casa. Lo barroco se volvió real maravilloso. La exuberancia del lenguaje en contrapuntos allegros, allegros ma non troppo y vivaces, me llevaron de México a La Habana, de Cuba a España hasta recalar en Venecia. En constantes subidas a las nubes voluptuosas, a las historias de fusión del indigenismo, la cultura africana y el tintineo armónico de la música barroca. Un criollo mexicano, un liberto que proclama su origen cultural africano y Vivaldi que, entusiasmado con el barroco que llega de América, compone su ópera Montezuma. Una novela corta, que no alcanza las cien páginas, de una gran intensidad estilística, de lenguaje, de juego entre las palabras y sus ritmos. Bajo la batuta de la pluma estilográfica de Carpentier y el constante son de Vivaldi. Contrapuntos musicales, históricos, de metáforas y símiles que juegan a hacernos sentir el barroco más allá de una acepción para volverlo un sentimiento, un conjunto de emociones que prescinden de la dictadura del tiempo. En este “concierto” de Carpentier se dan cita Handel, Scarlatti, incluso referencias a Berlioz o Stravinsky. Una delicatessen que no se detiene en el siglo de las luces. Por el contrario, el barroco se funde con el jazz en el siglo XX.
América Latina en la exuberancia de sus retablos, de su naturaleza, de sus ríos salvajes, de sus mares agitados y cordilleras que rozan cielos arrebolados o bulbosos, de sus pueblos
originarios, de sus invasiones, matanzas, esclavos, indígenas y criollos. Exuberancia que se prolonga en la riqueza de una cultura múltiple y fecunda. Y no es casual que barroco y jazz suenen en este concierto que nos sumerge en lo más profundo de nuestra sensibilidad.
El jazz suena en El perseguidor (1959) del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984). El saxofonista Johnny Carter “persigue” un tiempo inalcanzable que está por encima del que se mide por los granos de arena o las agujas de un reloj. Personaje que homenajea y recrea al músico de Kansas, Charlie “Bird” Parker (1920-1955). Johnny lleva una vida desarmonizada en París. Arruinado por las adicciones, el consumo de drogas y el alcohol. Solo a través del jazz encuentra ese resquicio de luz que le da aliento para perseguir otro mundo. El narrador de este cuento es Bruno Testa, un crítico de jazz y biógrafo de Carter al que intenta proteger pero que no consigue salvar. Solo el éxito del libro que narra la historia del saxofonista logra trascender aunque su vida ya se haya quedado sin tiempo.
No dejan de escucharse, mientras pasamos las páginas del cuento de Cortázar, los solos de Parker que darían paso, junto con otros músicos, a ese estilo de jazz que surgió en los años cuarenta, el Bebop. Nuestra mirada recorre los renglones, salta, se aviva, se entristece, se emociona, se mueve al ritmo vibrante de una melodía de jazz que la escritura interpreta en la larga noche de Johnny Carter.
Un tiempo para volver a ver Bird de Clint Eastwood, después de leer El perseguidor y escuchar a Charlie Parker.
Un verano para sentir Concierto Barroco de Alejo Carpentier, escuchar la ópera Montezuma de Antonio Vivaldi y disfrutar la película francesa de Jean-Louis Guillermou, Vivaldi, un príncipe en Venecia (Antonio Vivaldi, un prince à Venice.
Publicado en la revista Tamasma Cultura