Felicidad Batista
Canarias sabía a azúcar de caña a principios del siglo XVI. Importada de Madeira, plantaciones, trapiches e ingenios proliferaron en las Islas recién conquistadas. El delicioso producto se exportó a los paladares europeos. Los navíos que llegaban del viejo continente, en escala de provisiones, se la llevaron al Nuevo Mundo. Y este viaje dulce hacia América tuvo un inesperado y amargo retorno. La producción masiva y más barata de las plantaciones caribeñas, llevó a abandonar este comercio y al cierre de muchos ingenios en La Palma, Tenerife y Gran Canaria. El azúcar como uno de los primeros cultivos florecientes quedó reducido a determinados círculos de consumidores europeos que no dejaron de apreciar su alta calidad. Posteriormente, en el siglo XIX, la caña de azúcar volvió a cimbrear su enjuto cuerpo en las cercanías de las costas isleñas. Pero esta vez para convertirse en licor de ron.
Nadadora lejana y solitaria en el Atlántico, ante la deserción de los cañaverales, Canarias miró de nuevo a la tierra. De las entrañas volcánicas, de las superficies terrosas con la complicidad de los alisios y la calidez del sol, debía extraer un nuevo recurso que le permitiera volver a brillar en los puertos comerciales de Amberes, Londres, Huelva o América. Poseíamos el mejor enclave estratégico entre los tres continentes. Recibíamos productos tan exóticos como la papa, el tomate, el chocolate o el tabaco. A estos sólidos cultivos les hacía falta un delicado y jugoso acompañamiento. Fue entonces cuando guacales, canteros, huertas, valles y laderas de terrenos fértiles se plantaron de cepas de vides. Fueron traídas de Creta como la variedad malvasía, de Madeira o de otros lugares de la Península. De esos sarmientos que imploraban agua, sol y cuidado a lo largo del año, surgió un próspero comercio a Europa y a América. Fue tal la calidad y aprecio de estos caldos, especialmente el de malvasía, que poco tardaron en escanciarse en las mejores copas literarias.
El ilustrado escritor, historiador, botánico y sacerdote José de Viera y Clavijó definió y relató el origen del malvasía en su Diccionario de historia natural de las islas Canarias publicado en 1799:
«Nombre que damos a la parra y al vino dulce de sus uvas, que se hace en las islas de Tenerife y La Palma, por haberse entendido que esta especie de vid era originaria de una pequeña isla de Grecia llamada Malvasía y antiguamente Epidaura. […] Sin embargo, la tradición más recibida entre propios y extraños es, que la dicha casta de parra no nos vino en derechura de la isla Malvasía, sino de la de Candia, que en lo antiguo se llamó Creta».
Este escritor lagunero describe ese paisaje canario de parras y parrales que despunta en el siglo XVI, como quien pincela un cuadro de bucólicas resonancias rurales y que aún llegan a nuestros días y se amplia a Lanzarote. «Es a la verdad un espectáculo agradables de aquellas haciendas de viña, dispuestas en carreras levantadas del suelo sobre horquetas altas, cuyos sarmientos, entretejidos y ligados, forman unas prolongadas barandas de pámpanos, de un bello verde por dentro, y un blanco algodonoso por fuera, de los cuales penden los racimos de más de un pie de largo, aunque de corta circunferencia, cuyos granos ovales, espesos, toman el color de la cera virgen en su madurez».
El vino canario se exportó a toda Europa, pero fue el mercado británico uno de los mayores receptores. Y la variedad malvasía, a la que denominaron unas veces “vino canario” y otras sack, la que mayor repercusión tuvo en las mesas inglesas y en el buen paladar literario de dramaturgos, poetas y narradores.
Su importancia resuena desde la leyenda que cuenta que Jorge de Plantagenet, Duque de Clarence, fue ejecutado por orden del rey Eduardo IV de Inglaterra por el método de ahogarlo en un tonel de vino canario, hasta las más célebres y leídas páginas de obras de teatro, cuentos y novelas. El vino canario viaje en toneles, barriles, odres, botellas talladas y copas por la literatura británica.
Son conocidas las diferentes alusiones que realiza William Shakespeare en varias de sus obras. En Enrique IV, emociona escuchar o leer a la posadera de la Taberna de Eastcheap:
«Pero, de verdad, has bebido demasiado vino canario, y es ese un vino maravilloso y penetrante, que os perfuma la sangre antes de que pueda decir: ¿qué sucede?»
Pero, sin duda, uno de los grandes apasionados del vino de las Islas es el personaje de Sir John Falstaff. Un bravucón, engreído, bebedor y pendenciero quién exclama en un diálogo de este drama histórico de Enrique IV: «¡La peste se lleve a todos los cobardes, digo! ¡Ojalá les apretaran el gañote! ¡Amén, pardiez! Dame una copa de vino canario, muchacho. Antes que continuar esta vida, prefiero hacer calceta, zurcir medias y hasta pisotearlas. ¡La peste se lleve a todos los cobardes! No hay ya virtud sobre la tierra. Dame una copa de vino canario, pillo.» En otro momento de este drama histórico, John Falstaff manda a Bardolfo a comprar vino canario al cercano Conventry. Éste le pide una buena cantidad de chelines ya que la botella llena tiene un precio muy elevado. Y el Príncipe Enrique, en otra escena, echa en cara a Bardolfo un vieja deuda: «¡Bellaco! Hace dieciocho años que robaste una botella de vino canario y desde ese día, sorprendido infraganti, cubre tu cara el color púrpura»
Siglos después, el escritor escocés Walter Scott sirve vino canario en la novela El anticuario, publicada en 1816. El señor Oldbuck después de mostrar su tienda a míster Lovel, se dirige a un armario y extrae dos copas de tallo largo y boca de campana y una pequeña botella de lo que él llamó «rico vino canario» y sirvió pastel en una bandeja de plata atribuida al artista Benvenuto Cellini. El anticuario brinda por los éxitos de Lovel en la ciudad de Fairport con el malavasía. Esta small bottle of what he called rich racy canary que abre el anticuario, es el vino que José de Viera y Clavijo comenta como la variedad de «malvasía que siempre tuvo la mayor celebridad fue la dulce, licorosa, y acompañada de perfume. Para comunicarle estas prendas, y darle aquel justo temperamento entre lo suave y lo picante de modo que la dulzura corrija la acrimonia de su tártaro; se dejan los racimos en las vides, hasta que empiezan a marchitarse, a pasarse, y cubrirse de moho: de suerte que llegando a perder la mayor parte de su flema por la desecación, se extraiga un mosto viscoso, que fermentando ligeramente, nos dé aquel licor delicioso que algunos autores han calificado de néctar»
A finales del siglo XIX, el escritor escocés Robert Louis Stevenson lo menciona en diferentes capítulos de su novela histórica La flecha negra (The Black Arrow: A Tale of de two Roses), publicada en 1889.
«Master Ellis -dijo- clamáis venganza y ¡bien os sienta ese papel! Pero vuestro pobrecillo hermano del bosque, que jamás tuvo tierras que perder ni amigos en quien pensar, mira, por su parte, el provecho. ¡Más quisiera un noble de oro y un azumbre de vino canario que todas las venganzas del purgatorio». En otro pasaje el vino se vuelve un recurso medicinal «pero, mira, ya empieza a volver en sí este desgraciado. Un sorbo de vino canario le reanimará. Se levantó el largo sayo, el caballero sacó una gruesa botella y comenzó a frotar las sienes y a humedecer los labios del paciente, que, gradualmente, recobraba el conocimiento y posaba sus turbios ojos sobre uno y otro». En La flecha negra el vino se vierte en curiosos recipientes «el caballero llenó de vino canario su vaso de cuerno y brindó con mudo ademán a la salud de su pupilo»
En otro lugar de Europa, el veneciano Giacomo Casanova, escritor, bibliotecario, diplomático y libertino, también riega buen vino canario en sus Memorias. Comenzó a escribirlas en 1794, aunque no llegaron a publicarse hasta finales del siglo XIX. La primera mención aparece en una de sus tantas artes de seducción: «Empecé por hacer que la pobre chica comiera un par de galletas empapadas en vino canario, y luego la llevé a la parte principal del palacio, donde, dejándola en un armario poco usado, le dije que me esperara allí». Pero para Casanova el vino también es la celebración de la amistad: «no le supliqué que fuera discreto, porque la menor duda al respecto habría herido su noble espíritu. Durante la semana que estuvo conmigo solo comió sopa y fruta, tomando un poco de vino de Canarias. Fui yo quien propició el buen ánimo para su gran alegría. Antes de irse, juramos amistad eterna».
Numerosos son los viajeros, autores, escritores, artistas, poetas y científicos como Lord Byron o Alexander Humboldt, que citaron el oloroso, ambarino y dulce vino canario. Bien porque lo conocieron a su paso por el Archipiélago, porque recaló en sus bodegas o por compartir mesas y bacanales. Por su penetrante aroma, su luminoso color y sus placenteros efluvios no se resistieron a escanciarlo en sus historias, crónicas o versos.
Y como proclama el posadero en Las alegres comadres de Windsor de William Shakeaspere:
«Adiós, amigos de mi corazón, voy a por mi honrado caballero Falstaff a beber con él un trago de vino canario»