Felicidad Batista
Siempre he mantenido que no buscamos libros, que son ellos los que nos encuentran. Y así ha sucedido en diferentes momento de mi vida. Era la década de los ochenta y, como cada tarde, sintonizaba El ojo crítico de Radio Nacional de España. Recuerdo que hablaron de un título que captó mi atención y, más, lo que comentaron de la escritora, desconocida para mi. Desde ese momento, como quién inicia las pesquisas para encontrar al autor de un crimen, comencé la búsqueda.
La escritora había nacido en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888. Su primera formación fue en la música, pero debido a una turbulenta relación con su profesor de violonchelo, su familia la envió a Londres donde terminó sus estudios. Cuando regresó a su país austral, no logró readaptarse a aquel círculo que la asfixiaba. Viajó por Inglaterra, Francia, Suiza, Italia y Alemania, donde mantuvo una relación problemática con un intelectual polaco que le descubrió al autor ruso Anton Chejov. Se casó dos veces y mantuvo relaciones sucesivas o en el tiempo con varios amantes de ambos sexos. Llegó a entrar en contacto con el elitista y emblemático grupo de Bloomsbury de Virginia Woolf y compañía. Al principio, la escritora inglesa la detestó pero, poco a poco, conforme fue descubriendo su literatura la respetó y se escribieron cartas con frecuencia.
Pronto, esta narradora de las antípodas, enfermó y esa débil salud debida a la tuberculosis la llevó a la muerte cerca de París en 1923. En su corta, tumultuosa y enfermiza vida escribió varios y exitosos libros de cuentos. Relatos que la comparan con Anton Chejov. La atmósfera de sus historias, la narrativa de las emociones, los personajes bien perfilados y lejos de estereotipos o los diálogos trepidantes, la afianzan como referente de este género literario. Breves e intensos como sus relatos y cuentos, fueron los años que vivió.
Mientras indagaba en las peripecias vitales de esta escritora, buscaba en librerías, ferias y catálogos —por aquel entonces en papel—, por si localizaba el libro que se había convertido en una obsesión. Mi mirada, incansable, auscultaba anaqueles, rastreaba estanterías, recorría centenares de metros de pasillos atestados de volúmenes de toda condición, pero el dichoso y concreto ejemplar seguía desaparecido y, lo que era peor, los libreros tampoco sabían nada de su paradero.
Cuando la ahogó la hemorragia que acabó con su vida, ya había publicado En un balneario alemán, Preludio, La Fiesta en el jardín, entre otros. Virginia Woolf que la reconoció como su rival literaria comentó: «estaba celosa de su escritura, la única de la que haya estado celosa jamás. En esta escritura yo veía, tal vez por celos, todos los rasgos de carácter que me desagradaban en ella. Nunca consideré lo suficiente su sufrimiento físico ni cuanto contribuyó a amargarla”.
Después de años, ese libro que busqué denodadamente, me encontró una tarde que ya lo había olvidado. Rastreaba relatos de Scott Fitzgerald y allí, menudo y manoseado, apareció en un anaquel. Lo rescaté del estante como una buscadora de oro que, después de dejarse los huesos en el río, ve, de repente, una pepita en su cedazo. Lo abrí. Lejos estaba de saber que dentro contenía una perla. Era un precioso relato que se titulaba Sopla el viento. Y escuché este diálogo:
« —¡Eres una estúpida! ¿A quien se le ocurre dejar la ropa tendida con un tiempo así…? Mi mejor mantel de bordado de Tenerife está hecho jirones».
Inesperadamente flameó este mantel en sus páginas. Una delicada labor artesanal manufacturada en Canarias muy solicitada en la época y décadas posteriores. Se bordaba en nuestras Islas y se comerciaba en Gran Bretaña y en los países de su influencia.
Pasará el tiempo con su mercadería de días, su caravana de meses y sus travesías de años. Pero el libro, ese que deseamos conocer o del que aún ignoramos su existencia, termina siempre por encontrarnos.
El título que llamó mi atención fue Felicidad y otros cuentos publicado en 1920 y la autora, Katherine Mansfield.